LA VIDA SECRETA DE LA ABUELA MARGARITA

Laura Antillano (Venezuela)
( gentileza de la autora)

El seto del parque da unas florecitas rojas alargadas, mi prima Beatriz me enseñó a chuparlas. Le quitas la coronita verde de abajo y por allí sale una agüita dulce.Cuando vamos a jugar al parque siempre tomo algunas flores rojas por ese dulce.
Beatriz dice que las abejas es eso lo que escogen para hacer la miel.
En el parque jugamos a la ronda.
Antonieta es la ratona y yo la gata. Mientras las otras niñas hacen rueda yo la persigo corriendo. Antonieta es pequeñita y muy delgada, cuando corre sus trenzas parecen volar detrás de ella. Yo trato de alcanzarla y no puedo. Me escogen de gata porque soy la más grande de tamaño y la más gordita, pero tengo, como todas, siete años.
Antonieta vuelve a entrar al círculo y Paola es ahora la ratona mientras yo sigo siendo la gata. Ya mis fuerzas no me alcanzan para seguir corriendo, estoy roja como un tomate y las goticas de sudor bajan entre mi cabello y por mi rostro.
Por fin cuando ya casi agarro a la ratona Paola, doy unos traspiés y ¡pum! me voy al suelo. Me duele, duele mucho, más que otras veces.
Antonieta, Paola y las otras niñas me rodean, al principio se reían pero ahora no. La maestra Leticia está también a mi lado. Le digo que no puedo levantarme, me duele, es el tobillo.
La maestra Leticia intenta levantarme pero no puede. Entonces pongo mi brazo sobre los hombros de Rosana, ella es de mi tamaño y casi tan gordita como yo, mientras Antonieta me agarra por el otro lado y la maestra Leticia atrás.
Pasito a pasito llegamos a la enfermería de la escuela y entre todas me acuestan en una camilla. Estoy llorando. Me duele mi tobillo.
Mi mamá llega enseguida, la llamaron a su oficina. Me llevará al doctor. Las niñas me abrazan, nos abrazamos todas. Mamá dice que harán radiografías y acomodada en su automóvil vamos al hospital. Antonieta ha pedido permiso para venir con nosotras.
Me acuestan otra vez y mientras mi mamá me cuenta un cuento, el que más me gusta, el del lobo y los tres cochinitos, me hacen la radiografía. El médico la coloca sobre una luz blanca y se ve mi pie por dentro, me enseña cómo está roto el tobillo, pero me dice que como soy una niña esos huesitos se soldarán pronto. Me pondrá un yeso. Me asusta.
Mamá tiene mi mano entre las suyas y me dice que no me asuste. El doctor trae una mesita con unos envases de metal. En ellos moja las telas con el yeso. Primero envuelve mi pie con una tela más grande y unas tablitas y después va colocando las gasas mojadas. Me dice que no me preocupe, que se endurecerán y entonces se inmoviliza mi pie y así se va curando tranquilo, sin peligro.
Ahora estoy en casa, mamá me trajo, con las muletas me ayudé y estoy en mi cama rodeada de almohadas, me dormiré un poco, creo que dormiré… dormi…
Han pasado algunos días, tengo muchos libros de cuentos, y meriendas de frutas. Algunas de mis compañeras del salón han venido a visitarme. Antonieta me trajo una rosa y la abuela Margarita la puso en un vaso aquí en mi habitación. Esa tarde sí que jugamos: ludo, damas chinas, cartas, y hasta un poquito de ajedrez que es el más difícil. Me sentí tan acompañada…
No me duele mi pie, me da calor el yeso, pero no me duele. Pero quisiera estar en la escuela para no sentirme sola.
La maestra trae todas las semanas las actividades para que yo trabaje con mamá, y mamá cuando viene de su trabajo pasa mucho rato conmigo haciendo las tareas y leyendo, pero… me gustaría estar en el salón con mis amiguitas y jugar en el patio del recreo y salir al parque y… solo quiero llorar aquí, donde todo parece tan aburrido.
Hoy no quiero comer, ni mirar nada. Mamá se ha ido a trabajar y la abuela Margarita canta en la cocina. Pero me tapo con la almohada y no quiero saber nada.
Hace días que abuela no viene a decirme nada, deja el desayuno sobre mi mesa y se va, y hoy ni siquiera la he visto. Pero, parece que alguien se ríe afuera. ¿Qué será? No aguanto más, tomaré las muletas y me iré a curiosear.
La abuela Margarita está en el balcón: llegó volando un periquito azul, revoloteó un rato y después se posó en su cabeza blanca, nos reímos las dos, ella se mueve lento para que no se vaya, el periquito viene a mi mano, ¡se ha posado!
Mi abuela Margarita me lleva a la silla para desayunar aquí y ella misma se sienta conmigo para que comamos juntas. Estuvimos un buen rato siguiendo los paseos voladores del periquito por toda la sala, quería inspeccionarlo todo. Me he divertido con abuela Margarita ofreciéndole miguitas de pan y viéndolo en su visita inesperada.
Esta tarde me he quedado dormida después de resolver unas tareas de sumas y restas que mamá me entregó por orden de la maestra Leticia, y me desperté con el sonido del viento que jugaba con el movimiento de las barras de metal de un móvil, que abuela Margarita ha colocado en la ventana de la cocina. Suena como música y a veces parece que fueran dos personas que hablan y se contestan. He pasado un buen rato escuchándolo y aprendiendo sus sonidos con el fondo del silencio.
El viento por las tardes tiene una voz que nunca antes escuché, ahora es como un descubrimiento, viene por las ventanas y se estira y encoge. A veces cierro los ojos para escucharlo con tranquilidad.
Desde la ventana de mi habitación, en la cama, puedo ver la fachada de un edificio muy grande cercano, en el que nunca había puesto atención, es un hotel. Ahora he descubierto que, a media mañana, una señora con una larga escoba lava las ventanas. Lo hace con movimientos hacia arriba y abajo, y el agua chapotea, salta, con la espuma del jabón. Parece jugar cuando hace eso, porque se ríe contenta.
Mi abuela Margarita en las mañanas ahora siempre desayuna conmigo y me cuenta algo de cuando ella tenía mi edad. Dice que se divertía solo viendo su imagen en el reflejo de las lámparas en el techo, y ahora yo pruebo hacerlo y ¡tiene razón! me alargo, me encojo, me veo de muchas formas así. Ella tuvo muchos hermanos y me hace reír recordando sus travesuras. Y las de ella también.
Me ha enseñado a descubrir los aromas, amarró un pañuelo grande sobre mis ojos y fue trayendo distintas cosas para que adivinara, canela y café, queso y una rosa y a Mancha, la gata del vecino.
La abuela riega sus matas con mucho cuidado todas las mañanas y me ha ido enseñando cómo se llaman, tiene una de florecitas que se llama novios, y crotos pequeñitos, hasta una palma, la de violetas no se puede mojar en las hojas porque se marchitan. Ahora yo también sé cuidarlas y hasta me enseñó a sembrar unos bulbos de los que salen unas hojitas largas que darán flores blancas muy pronto.
También he descubierto, en estos días, que la luz de la tarde es muy distinta a la de las mañanas en el cielo y hay unos pájaros que se posan sobre el enrejado de la cerca, son muy pequeños, amarillitos y sus trinos son tan sonoros y alegres llenan el espacio de mi habitación cuando llegan allá abajo. Abuela Margarita dice que se llaman gonzalitos.
Hoy mamá me ha traído una caja de acuarelas y un pincel para que yo pinte a los pajaritos que veo desde mi ventana.
Desde hace tres días descubrí que Mancha, la gata del señor del segundo piso, se sube hasta nuestro balcón y desde allí, como si fuera una pantera en la selva, se dedica a espiar a los gonzalitos, parece paralizada esperando que ellos se detengan para lanzárseles encima, pero ahora yo estoy aquí para defenderlos y espantar a Mancha del
territorio de los pequeños.
Mamá está encantada con mi dibujo de los pájaros y Mancha vigilándolos, se lo ha enseñado a todos los vecinos, mi prima Beatriz ha venido de visita y ha colocado el dibujo en la pared de la cocina, mamá ha traído para mí papel y pinceles nuevos.
Entonces he retratado todo lo que veo desde mi ventana y desde el balcón. La señora que lava los cristales con su escoba enorme y el jardín en macetas de la abuela Margarita, y hasta lo que puedo imaginar, como a los tíos abuelos haciendo travesuras cuando eran niños. Me encanta pintar.
Hoy me llevan al doctor porque llegó la hora de retirar el yeso de mi pie, mañana volveré a la escuela a encontrarme con Antonieta y Paola, y Rosana y todas mis amigas, pero… creo que ahora tengo también muchos amigos, sonidos y aromas, todos nuevos, que estarán siempre conmigo como un secreto acompañándome de cerca, como la abuela Margarita.




EL HOMBRE MÁS VIEJO DEL PUEBLO-JORDI SIERRA I FABRA

(CUENTO INÉDITO GENTILEZA DEL AUTOR PARA LECTURAS BIBLOS´03)

Cada año, en Sietecasas, el hombre más viejo del pueblo se convertía en el personaje más popular de las fiestas de primavera. Las fiestas de primavera de Sietecasas eran famosas porque la floración de la localidad y sus alrededores, al sur de San Antonio, permitían un milagro natural de bellísimos contrastes. En muy pocos días la vida estallaba con colores y verdores mágicos. Cientos, miles de turistas y vecinos de las localidades colindantes, así como de la capital, se congregaban en el valle durante la semana grande de las fiestas. Y en Sietecasas el brillo y esplendor de las mismas era notorio. La historia se remontaba a cien años atrás. Había ferias, puestos de comida, de venta de abalorios, y un mercado abierto a la curiosidad de propios y extraños, un mercado en el que todo era posible, desde comprar una vaca a vender un par de hermosos cerdos, desde comer las inolvidables tartas de cereza de la señora García hasta beber el licor de almíbar cuya receta sólo conocía la señora Sánchez, receta heredada de sus ancestros llegados del otro lado del mundo. La feria era un éxito creciente, para cualquier clase de público.
Y el hombre más viejo del pueblo, su rey.
Le sentaban en un trono construido debajo del Gran Árbol, un no menos centenario roble cuyas ramas eran sostenidas por apoyos ante su desbordada inmensidad. El trono, de madera, estaba elevado un metro sobre el nivel del suelo. Por encima, para quienes desconocieran la tradición, podía leerse: «Hombre más viejo de Sietecasas». Los habituales se acercaban a saludarle. Los sorprendidos hacían preguntas. El motivo de que el hombre más viejo del pueblo ocupase aquella posición de privilegio era casi un misterio. Se decía que en tiempos remotos, la gerontocracia obligaba al respeto. Se decía que cien años antes, en un ataque indio, el hombre más viejo de entonces se había sentado allí para recibir a los pieles rojas y ofrecer su vida y su cabellera mientras sus convecinos huían, y que los indios, respetuosos ante la ancianidad e impresionados por su valor, no sólo le habían dejado con vida, sino que armonizaron con él la paz posterior. Se decía que, simplemente, era una tradición, y que mientras otros pueblos escogían a reinas de la belleza, Sietecasas rendía tributo a los mayores.
Ya daba lo mismo. No importaba el origen, sólo la realidad. El hombre más viejo de Sietecasas era la tradición más popular de la feria. Durante 51 semanas al año, era un vecino más, como cualquier otro. Pero durante la semana grande... Los niños se hacían fotografías con él. Los turistas le pedían autógrafos. Los curiosos se acercaban y le filmaban. Y él permanecía en su trono de madera, sentado, sin hacer nada más, sonriendo, libre y feliz. Llegaba a eso de las once de la mañana, se retiraba a la una del mediodía para comer, regresaba a las dos y media y se marchaba de nuevo sobre las seis.
Desde hacía catorce años, el hombre más viejo de Sietecasas era Juan Gómez, de 98 años de edad. Catorce años ya. Desde los 84. No sólo había batido con creces el record de permanencia, sino que su excelente salud hacía impredecible imaginar una sucesión más o menos inmediata. Antes que él, Lucas Martínez había llegado a ser el hombre más viejo del pueblo durante nueve años, allá por la década de los 40. Pero los catorce de Juan Gómez habían empequeñecido el hito. Más aún: los cinco últimos de Lucas Martínez habían sido algo traumáticos, en una silla de ruedas primero, y en una cama, con una enfermera y los gota-a-gota colgando de las alturas después. Pero allí estuvo, sin faltar un sólo año mientras en su cuerpo anidó un soplo de vida.
Porque el honor de ser el hombre más viejo del pueblo era lo más importante de Sietecasas.
Todos los niños, los jóvenes, los menos jóvenes, soñaban con sentarse un día en el trono anual de madera, al pié del Gran Árbol.
Eso representaba pasar a la historia, y por supuesto vivir mucho, muchísimo tiempo.
Detrás del Gran Árbol, en una placa, se habían anotado los nombres de los hombres más viejos que por allí habían pasado. La historia estaba ahí.
El segundo hombre más viejo del pueblo era Tobías Fernández.
Tenía tan sólo tres meses menos que Juan Gómez.
Tres meses que eran objeto de no pocas burlas.
—De niño jugabais juntos, si lo hubieras sabido es probable que le ahogaras en el río.
—Seguro que en lugar de salir a los nueve meses, tardaste doce.
—Si tu madre se hubiera casado antes, Tobías...
Eso era cierto. La madre de Tobías Fernández se había roto la pelvis antes de su boda y ésta se tuvo que aplazar tres meses. Los tres meses tardíos en su nacimiento, porque como estaba mandado antiguamente en Sietecasas, el primer hijo de cada matrimonio nacía a los nueve meses justos de la noche de bodas. De no haber sido por aquella mala suerte...
Desde hacía años, Tobías y Juan no se hablaban. El motivo no era una mujer, una linde en sus tierras o una borrachera mal medida. Ni siquiera sus diferencias políticas, religiosas o económicas. El único motivo por el cual no se dirigían la palabra, pese a haber sido amigos de niños y de jóvenes, era porque el gran sueño de Tobías Fernández consistía en sentarse en el trono del Gran Árbol al menos una vez a lo largo de su existencia. Una sola vez.
Ser el hombre más viejo de Sietecasas.
Y por lo tanto, figurar en aquella placa, y fotografiarse con los niños, y ser objeto de la devoción de propios y extraños durante la semana grande de las fiestas.
Su gran sueño.
Pero Juan Gómez, año a año, seguía vivo, incombustible, haciendo gala de su mejor humor y de sus tremendas ganas de seguir. Estaba dispuesto a sobrepasar los cien años de edad, y dejar el record de permanencia en el trono en un punto prácticamente imposible de superar para siempre. Cualquiera sabía que Juan Gómez, si en algo se caracterizaba, era en su tozudez.
—Ciento siete es una buena edad —solía decir—. Me gusta el número siete, es mi número de la suerte, y puesto que ya he superado los 97... aguantaré una década más. Vaya si lo haré.
Para Tobías Fernández eso representaba algo más que el freno absoluto de sus sueños y anhelos.
—Son capaces de hacer una carrera, y aguantar y aguantar sin morirse —decían en el pueblo.
Algunos cruzaban apuestas.
El año anterior habían llegado los de la revista El Espectador, dispuestos a hacer un reportaje. Juan Gómez había sido la estrellas, pero Tobías Fernández se había negado a dejarse fotografiar con él, e incluso a ser citado como el segundo hombre más viejo. Echó al reportero de su casa. Cualquiera sabía del mal humor de Tobías.
Enterrada su mujer, sin noticias de su única hija desde hacía diez años, su obsesión era el trono.
Lo demás ya no le importaba nada.
¿Que puede importarle a un hombre pasados los 80, los 90 años?
El reportaje de El Espectador todavía había encumbrado más la leyenda de Juan Gómez.
Y como cada doce meses, al acercarse las fiestas de Sietecasas, los preparativos para la proclamación del hombre más viejo del pueblo se iniciaron con la certeza de que por decimoquinta vez consecutiva, él iba a ser el elegido.
Nadie supo que, tres semanas antes, Tobías Fernández había ido al médico. No en Sietecasas, sino en la capital. Y nadie supo el motivo de que, a su regreso, su ánimo hubiera caído todavía más en picado, y su mal humor, su irascibilidad y su pésimo carácter, hubieran aumentado en un cien por cien. Tobías no tenía demasiadas amistades.
—Señor Fernández —le había dicho el médico—, lamento comunicarle que tiene usted un cáncer terminal, y que por lo tanto, deberá poner en orden sus cosas, pues no sobrepasará los seis meses de vida.
El golpe definitivo.
El último sueño de una vida, roto por el destino final.
Tobías Fernández nunca sería el hombre más viejo del pueblo.
Juan Gómez se proclamaría por decimoquinta vez, y después asistiría a su entierro.
Nadie vio a Tobías Fernández la semana anterior a la preparación de los festejos, cuando se construyeron los escenarios para los bailes, cuando llegaron las carretas de la feria, cuando las mujeres se prepararon para lucir las ropas tan primorosamente confeccionadas y guardadas en los meses previos, cuando las recetas de las tartas fueron desempolvadas. Nadie reparó tampoco en su ausencia, porque quien más quien menos, lejos de pensar en él, en el derrotado, pensaba en el triunfador, y al cruzarse por las calles con Juan Gómez, volvían a sonreírle y a felicitarle como cada año.
—¡Un año más, Juan!
—¡Felicidades, viejo!
—¿Vas a ser eterno, compañero?
Nadie se dio cuenta de que Tobías Fernández había desaparecido, porque todo el mundo sabe que la gloria se la lleva el primero, jamás el segundo. Cualquiera incluso sonríe con él último. Pero el segundo... El segundo no es nada. Se diluye. Tobías sabía que sólo cuando fuera el hombre más viejo del pueblo disfrutaría de aquello por lo que llevaba tantos y tantos años esperando, el reconocimiento popular, la admiración, el respeto...
Así pasó la semana final.
El día antes de que Juan Gómez subiera el entarimado del Gran Árbol y se sentara en el trono de madera, Tobías Fernández quemó los certificados médicos en los que se vaticinaba su segura muerte y luego, ya con el pueblo bañado por la oscuridad, salió de casa. Hay quien recuerda haberle visto caminar en silencio. Hay quien juró después que no era sino una sombra oculta entre las sombras, con la cabeza gacha y los ojos hundidos en el suelo. Hay quien aseguró haber visto el diablo en su rostro, cincelando una sonrisa de agria burla en su semblante.
Pero eso fue después.
En realidad, Tobías Fernández sabía que nadie le vio aquella noche.
Nadie.
Sietecasas durmió en paz las horas previas al inicio de su gran fiesta. No iba a llover. Nunca llovía el primer día de la feria. El sol salió a las cinco y veintitrés de la mañana y a partir de ese instante el viento de la alegría se expandió por las calles, por el valle entero. Las carreteras pronto se colapsaron con el tráfico de los que querían estar allá temprano.
A las seis y cuarenta y cinco de la mañana, la señora Pascual salió de su casa para caminar, como era habitual los lunes, miércoles y viernes, hasta la casa de Juan Gómez. Ese día se dio un poco más de prisa, o sea que no se entretuvo hablando con la señora Hernando ni con el señor León. Tenía que despertar al vecino más ilustre de Sietecasas. Llegó tres minutos antes de las siete y entró directamente anunciando:
—¡Señor Gómez, en pié, es su gran día!
No hubo respuesta. Sólo silencio.
—¡Señor Gómez!
Clara Pascual era una mujer rolliza, fuerte, de carácter. Había criado nueve hijos así que no estaba para perder su tiempo. Entró en la habitación del dueño de la casa y se dispuso a echarlo de la cama.
No hizo falta.
Juan Gómez no estaba en la cama, sino en el suelo, todavía vestido.
Y tan muerto como todos los muertos que llenaban el cementerio local.
Clara Pascual salió de la casa dando gritos, anunciando el fatal desenlace, lo extraordinario, la muerte del hombre más viejo del pueblo justo el día de su decimoquinta proclama como tal.
Cundió la alarma, se expandió la voz, anidó la sorpresa, y los ecos de lo más increíble se esparcieron por Sietecasas justo lo necesario para hacerlo evidente, pero ni un minuto más. Pasado el primer efecto, los ojos, los rostros y las ansiedades de los vecinos se dirigieron hacia la casa de Tobías Fernández.
A rey muerto, rey puesto.
La fiesta debía continuar.
Aquellos ojos cantaron loas, aquellos rostros recuperaron la alegría, sus voces proclamaban vivas, y sus ansiedades hallaron un nuevo punto de destino. Ya nada podía hacerse por Juan Gómez, sólo recordarle y llorarle en el entierro. Pero quedaba todo por hacer en cuanto a Tobías Fernández.
Nadie era más importante que las fiestas.
Sietecasas se echó a la calle.
Ah, pobre Juan Gómez, fulminado por el rayo del Más Allá justo en la mañana de su gran día.
Ah, feliz Tobías Fernández, que veía culminada su azarosa y larga existencia con el más feliz de los premios de Sietecasas.
Incluso el cura, Ricardo Jiménez, tuvo que reconocer:
—Tobías Fernández merece el premio. Su paciencia ha tenido la recompensa esperada.
Los de la funeraria se ocuparon del cadáver de Juan Gómez. Le metieron en un ataúd de madera, de la misma madera de la que estaba hecho el trono del Gran Árbol, y lo guardaron en la capilla para quien quisiera rezarle antes de su entierro, al día siguiente.
El resto del pueblo, fue a buscar a Tobías Fernández.
Cantando.
Era el gran día en el que el hombre más viejo del pueblo debía sentarse en su trono de madera, y reinar durante la semana de las fiestas de Sietecasas, cuando el mundo se volvía verde y las flores germinaban en su maravillosa primavera.
—¡Tobías Fernández!
—¡Eres el hombre más viejo del pueblo!
—Tu nombre será escrito detrás del Gran Árbol.
Le despertaron, le dieron la noticia, nadie se extrañó de que no llorara a su enemigo matusalémico, nadie se extrañó de que no mostrara sorpresa alguna, nadie encontró insólita su alegría, le vistieron y le regalaron las flores de sus loas. Los periodistas le acribillaron a balazos luminosos y a preguntas cariñosas. Después, en procesión, recorrieron las calles de Sietecasas. Catorce años habían visto a Juan Gómez al frente de la comitiva aquel día. Comenzaba un nuevo reinado. Al pasar delante de la funeraria, se hizo el silencio, pero apenas si duró unos segundos. Al pasar delante de la barbería, en la que Bernabé Estrada se convertía ahora en el segundo hombre más viejo del pueblo, hubo risas y bromas.
Cualquiera podía ver que Tobías Fernández era el hombre más feliz del mundo.
Cualquiera se daba cuenta de que era su gran día, su gran momento.
Cualquiera sentía su alegría.
Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si acabase de atrapar la historia para apretarla en sus puños cerrados, como si hubiese rejuvenecido veinte, o treinta años, a tenor de la fuerza y la flexibilidad de sus pasos.
—¡Tobías! ¡Tobías! ¡Tobías!
Y al llegar a la feria, que iba a ser inaugurada por el alcalde, Tobías Fernández fue conducido al Gran Árbol, para que, solemne, subiera los cinco escalones y se sentara en su trono de madera elevado un metro por encima del suelo, debajo del letrero que le proclamaba como «El hombre más viejo de Sietecasas».
Sonreía.
No dejó de sonreír a lo largo de las siguientes tres horas.
Ni siquiera bajó para comer. No tenía hambre. Quería seguir allí.
Era la gran novedad. Los niños y niñas de catorce años tenían catorce fotografías con Juan Gómez, y trece los de trece, y doce los de doce, y once los de once, y diez...
Había colas para hacerse la primera fotografía con Tobías Fernández.
A mediodía, Marcelino Aldaba, el carpintero, labró en la placa de la parte de atrás del árbol una fecha —la del fin del reinado de Juan Gómez—, un nombre —el del nuevo rey, Tobías Fernández—, y una nueva fecha —tras su nombre, como primer año de reinado—.
Posiblemente aquella noche el nuevo hombre más viejo del pueblo la habría pasado allí mismo, sin querer bajar del trono largamente anhelado.
Posiblemente.
El teniente Obiols llegó a primera hora de la tarde.
Rostro preocupado, mirada alucinada, gestos nerviosos.
Había mucha gente en torno al Gran Árbol, así que todo lo vieron, y fue una conmoción. Pero aunque hubieran habido sólo unas pocas personas, la noticia se habría extendido igual, de voz en voz, de casa en casa, por el aire.
Tobías Fernández fue detenido por el asesinato de Juan Gómez.
Alguien había examinado el cadáver, y había percibido el olor a almendras amargas, y había visto las rozaduras en las muñecas del muerto, y notado el golpe en la nuca.
Y no hacía falta sumar dos y dos para que Tobías Fernández se llevara el cuatro resultante.
Cuando le bajaron del trono, hay quien dice que sonreía, y hay quien dice que reía, y hay quien dice que lloraba, y hay quien dice que lo hizo todo a la vez.
Cuando le bajaron del trono, alguien pidió que fueran a buscar rápidamente a Bernabé Estrada.
Pero la tradición decía que allí sólo podía sentarse el hombre más viejo del pueblo, y ese era Tobías Fernández, todavía, no Bernabé Estrada.
Inocente o culpable, estaba vivo.
Aquel año las fiestas tuvieron un tinte amargo.
El trono vacío era como un agujero negro en la memoria de los vecinos, y difícilmente iban a olvidarlo jamás, mientras vivieran. Nadie quería mirar la placa, dónde el nombre de Tobías Fernández ya no podía ser borrado, por monstruoso que les pareciese. Fue una extraña sensación.
Con aquel trono vacío proclamando a los cuatro vientos la tragedia de Sietecasas.
Después...
Pasaron las fiestas, pero no los ecos, ni los murmullos, ni...
Tobías Fernández murió tres meses después, devorado por el cáncer que le evitó el juicio, la cárcel, las penas finales. Durante esos tres meses, pasó algo más: su alegría por haber sido el hombre más viejo del pueblo, aunque sólo fuese para sentarse en el trono unas horas, acabó convirtiéndose en desesperación.
Nadie supo por qué.
Y nadie supo, tampoco, como aguantó tanto, semana a semana, día a día, hora a hora. Apenas si podía hablar. Creían que estaba loco. Miraba el calendario como si quisiera vivir más y más. Como si un sólo día para él fuese el más importante de los premios a pesar de su dolor.
Un sólo día.
Cuando exhaló el último suspiro, su rostro era una mezcla de incomprensión y terror, y sus manos quedaron engarfiadas en las sábanas, a las que hubo que rasgar para poder retirarlo de la cama. Fue como si la muerte le arrancara la vida violentamente, pese a su obstinación.
En invierno, durante la gran tormenta previa a la Nochebuena, un rayo cayó sobre el Gran Árbol, y no sólo lo partió por la mitad sino que lo abrasó sin dejar rastro. La placa con los nombres de los hombres más viejos del Sietecasas se convirtió en cenizas y en humo tan rápidamente como el tronco y las ramas que le dieron cobijo.
Al año siguiente, Bernabé Estrada reinó en un trono de nueva madera, bajo una carpa prefabricada, pero ya no fue lo mismo.
Hoy aún hay gente que recuerda a Tobías Fernández, el hombre más viejo del pueblo durante el breve tiempo de que dispuso para serlo.
En el cementerio, las tumbas de Juan Gómez y de él estaban situadas una frente a la otra.
Azares.
Hasta que un día alguien se dio cuenta del detalle final, y entonces la leyenda acabó por cubrirles.
Por las fechas de nacimiento y muerte, contando los años bisiestos, sin olvidar nada, se demostraba que Juan Gómez había vivido un día más que Tobías Fernández.
Un sólo día.
Hay quien asegura que, de noche, sus fantasmas se pelean por el cementerio.
Aunque eso nadie lo ha podido demostrar.
Nadie.





San FarraNCHO GRACIELA BIALET (del libro San Farrancho y otros cuentos.CB ediciones, Córdoba, 2000)

Pancho era un nene como tantos. Divertido como muchos y enredado como pocos.
El no sabía por qué, a cualquier hora y en los lugares más insólitos, las palabras se le embarullaban y terminaba metiéndolo en ¡cada lío!
Todos los días al ir a dormir su mamá le decía:
- Hijito, andá al baño a hacer pis antes de acostarte, así no mojás la cama de noche.
Pancho, muy obediente, se acostaba antes de hacer pis y después durante la noche, la cama lo mojaba a él.
A la mañana su mamá lo retaba:
- ¡AY! Pancho, Pancho. ¿Por qué hacés de todo un zafarrancho?.
Pero no era él. ¡No señor! ¡Eran las palabras las que se empeñaban en hacerle pasar un mal rato!
Si su papá le pedía que le alcanzara un mate cocido, Pancho le traía un mate con hilo y aguja.
Si la maestra le decía que le alcanzara los cuentos de la Dirección, él, muy sonriente, traía a la Directora de la mano engañada con algún cuento.
Y su señorita le repetía:
- ¡AY! Pancho, Pancho. ¿Por qué hacés de todo un zafarrancho?.
Igual que aquella vez, cuando la maestra de música les dijo a los chicos:
- Niños, durante esta semana , vamos a ir viendo el cuaderno viajero de canciones.
Y al día siguiente Pancho trajo un cuaderno hervido.
- ¡AY! Pancho, Pancho. ¿Por qué hacés de todo un zafarrancho?, le cantaban entonando a coro los chicos de la escuela.
Una tarde Pancho escuchó a su abuela comentar que a la vecina del frente le faltaba un tornillo. De pronto se acordó que a él le
habían sobrado algunos del arreglo de su bicicleta y cruzó corriendo
a llevárselos.
La vecina se puso furiosa cuando supo lo que la abuela decía de ella, y por supuesto, después de las aclaraciones chismosas en tono
falsete de A-CA-NO-PA-SO-NA-DA, se la agarraron con Pancho:
-¡AY! Pancho, Pancho. ¿Por qué hacés de todo un zafarrancho?.
¡Las palabras lo metían en cada embrollo! y Pancho no sabía como zafar de su entretejido de significados que lo dejaban atrapado, casi siempre, en una telarañas de ideas y sonidos.
Hasta que por suerte llegó aquel día. Los chicos de la barra habían copado el territorio de la siesta jugando al supermercado en la vereda.
Iban y venían de mano en mano cajas vacías, billetes llenos de
números, compras de mentiritas, peleas de verdad, tarros huecos, carcajadas ruidosas, ofertas y envases de todos colores.
Corrían y jugaban, hasta que Susanita se lastimó el dedo gordo con una lata y le pidió a Pancho que le alcanzara una curita. Se demoró un rato en conseguirla, pero al fin apareció: ¡Con una monja!, porque el cura estaba dando misa.
Susanita no se enojó ni se burló. Tampoco le dijo lo que le decían todos. ¡No señor!. Ella sabía mucho de zafarranchos y había aprendido que las palabras son buenas. SIEMPRE son buenas, lo que sí un poco traviesas cuando se van a jugar con los miedos, o a remontar los barriletes de la distracción, o a colgarse de conversaciones ajenas.
¡Ella conocía todos los zafarranchos habidos y por haber! Por eso, y porque lo quería, Susanita le enseñó a Pancho la cábala para que las palabras no se le hicieran un bochinche en la cabeza.
- Mirá Pancho - le confió en secreto - Cuando a vos las palabras se te hagan un ovillo en la oreja, o te den miedo en la imaginación, vos repetí:
San Farrancho
pido gancho,
el que me hace lío
es un chancho.
y vas a ver que todo se arregla en un SANTIAMEN. Entendiste?
Entonces Pancho probó la cábala apenas pudo.
Ese fin de semana sus tíos lo invitaron a programar una salida con los primos. Debían votar si preferían ir al zoológico o a ver un espectáculo de títeres.
Justo justito, cuando Pancho estaba a punto de votar, poniéndose las botas para ir a pasear, dijo para adentro cruzando los dedos:
San Farrancho
pido gancho,
el que me hace lío es
un chancho
y en un SANTIAMÉN contestó con la mano en alto:
- ¡Yo prefiero ir al zoológico!
Sus primos se tuvieron que tragar el: “¡AY! Pancho,Pancho. ¿Por qué hacés de todo un zafarrancho?”, y pasaron un día divertidísimo haciendo monerías y convidando sonrisas con tutucas.
¡SAN FARRANCHO ERA UN FENÓMENO! ¡Lo sacaba de cada barullo!
Ahora por las noches, cuando Pancho quiere hacer pis, y le da miedo que las sombras de la oscuridad del pasillo le coman los talones, él repite:
San Farrancho
pido gancho,
el que me da miedo
es un chancho
y en un SANTIAMÉN va al baño como si tal cosa.
También cuando algunos chicos le gritan: “¡Pancho, sos un zafarrancho!”, él les contesta:
San Farrancho
pido gancho,
el que me molesta
es un chancho
y en un SANTIAMÉN, SANSEACABÓ.




NO HAY TUMBAS PARA LA VERDAD
Graciela Bialet

El tío Hugo cumplió como siempre su palabra y me consiguió el libro que había elaborado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Yo quería revisar ese informe para ver si encontraba el nombre de mi mamá que estaba desaparecida desde la última dictadura militar. Desaparecida. Como si se hubiese desvanecido en el aire, o se la hubiera tragado la tierra, o esfumado como por arte de magia, según parecía creer mi abuela intentando argumentarme la vida con ositos de peluche aún a mis 17 años.
Aquel día a la salida de clases, le dije a la abuela Esther que me iba a estudiar a lo de un compañero que ella no conocía, pero en realidad me fui al departamento de Rogelio.

Por lo que Rogelio me cuenta de aquella época, todo era subversivo: pensar distinto era subversivo, ser joven era un delito subversivo, hacer el amor antes de casarse era promiscuidad subversiva, cantar las canciones de John Lennon era reproducir modelos subversivos, usar el pelo largo y los jeans desflecados era un modo de mostrarse subversivo. Para mí que creer que todo era subversivo estaba de moda.
Revisé el libro hoja por hoja esquivando las ganas de vomitar que me producía cada relato.
Leyendo sobre los niños arrebatados de su hogar junto a sus padres, pensé en mi suerte y en mi mamá, abandonándome escondido en el canasto de la ropa sucia. Sólo recuerdo gritos extraños, y a ella diciéndome algo mientras me tapaba con manteles y camisas adentro de un cesto de mimbre. ¿Qué sucedió aquella noche? ¿Por qué me dejaron allí? ¿No me habrían visto? ¿O en realidad yo no estaba ahí cuando secuestraron a mi madre?

Los capítulos se sucedían uno al otro sin mermar su asqueroso discurso.
El mate amargo endulzaba la lectura.
Finalmente, en la página 323 encontré el nombre de mi mamá: Ana Calónico de Juárez, 26 años, secuestrada de su domicilio el 21 de setiembre de 1977.
La vista se me acalambró y se resistía a leer. A regañadientes obligué a mis ojos a dar sus saltos decodificando líneas y letras. Eran sólo seis renglones.
Pensé inmediatamente en no volver a dirigirle la palabra a la abuela, porque si ella había recurrido a todos los organismos de defensa de los derechos humanos buscando a mamá, como me había dicho, la habría encontrado hace mucho en esta maldita página 323 igual que yo.
Me sentía brutalmente estafado, pero mi curiosidad iba más rápido que la bronca y seguí leyendo.
Así me enteré que mamá había sido vista en un destacamento militar utilizado como centro de detención clandestino llamado La Perla. Allí la habían torturado con electricidad atada a un elástico metálico luego de ser violada por varios guardias, y no se supo más de ella después de que la sacaron en un camión junto a otras dos mujeres. Se presume que fueron arrojadas al pozo de una cantera de cal sin apagar a pocos kilómetros del lugar de cautiverio.
Me floreció un sudor pegajoso en la cara y quedé ciego no sé por cuánto tiempo. Hubiera querido llorar con calma, pero la furia se me agitaba en el pecho arremolinándome los rencores y no me dejaba comportar como hubiera sido debido.

¡No tenían derecho a obligarme a olvidar! Yo quisiera pensar en ella y recordar su rostro, su sonrisa. ¡No les voy a perdonar nunca que me mintieran, porque ocultarme hasta el más mínimo detalle, es como haberme mentido en todo! ¿Qué se creyeron? ¿Vivieron en mí lo que perdieron?: la abuela a su hija, Rogelio su juventud. Ellos tienen sus recuerdos, por asquerosos o tristes que sean, ¿pero yo?
Me hubiera arrancado los ojos para que dejaran de pincharme las entrañas y empecé a sentir aquella furia incontrolable de hacía unos momentos. Pero justo cuando estaba envuelto en la peor llamarada de odio, vino a mi rescate una luz infinitamente celeste, como un retazo de cielo desperdigando esencias de vida, y se instaló delante mío la sonrisa de mamá, aquélla que me perseguía en sueños por las noches.
Ella se plantó frente a mí, en camisón, con su rostro acaramelado de canción de cuna, y acariciándome entre el mimbre de aquel viejo canasto, cantó una canción de cuna extraña:
- “Botón, botella, soy hija de las estrellas.
Camilito, camilón, mi hijo será gorrión”.
Vi su rostro joven y sereno. Recordé sus nanas y las figuras que hacíamos con masa de sal cuando volvía de su trabajo. Me acordé de las cuadras que caminábamos juntos desde la guardería a casa, contándome adivinanzas y juegos de palabras que yo trataba de repetir en mi media lengua. Escuché mi voz de niño llamándola “mamana, mamanita”, compactando sus nombres, y a ella festejando mi picardía. Sentí su olor a margaritas frescas, su risa de sapo croando hipos que me arrancaban carcajadas, y caricias que ya no quería olvidar.
Su imagen se plantó frente a mí como en una nube de reminiscencias recién cortadas.
Era mi mamá, era ella. Lo supe porque luego de un momento, me recordó aquél: “Te quiero con toda mi alma, hijito; lo mejor que tengo para darte es la libertad. No lo olvides nunca” -con el que me despidió esa noche de horrores entre el mimbre. Entonces me envolvió un perfume salado de recuerdos devolviéndome la paz.
De a poco, la luz celeste se fue esfumando, desgajadamente. Entonces, recobrado de aromas e imágenes, me tiré en la cama de Rogelio y lloré.
Lloré por ella y por mí.
“Ana. Mamá. Mamana...”
Lloré por los años que nos habían robado.
“Botón, botella, soy hija de las estrellas.”
Lloré por sus jóvenes ganas de cambiar el mundo.
“Camilito, camilón, mi hijo será gorrión.”
Lloré por las horas de canciones que no escuché ni escucharé.
Lloré por las atrocidades que sufrió.
“Mamá. Mamanita...”
Lloré por las noches en que traté de justificar mi esencia de huérfano.
Lloré.
Amarga y pausadamente, hasta que los ojos dejaron de dolerme.


Notas y comentarios

Fragmento del Capítulo XIV de la novela “Los sapos de la memoria” (CB ediciones, Córdoba, 13º edición, 2009) y editado en la el 5º tomo de la Colección LEER X LEER.


EL ANGELITO
GRACIELA CABAL
Uno de los miedos que atormentaron buena parte de mi infancia fue el miedo de aplastar al angelito. (Hablo de mi angelito. El que me correspondía.)
Es cierto que yo nunca logré verlo, porque, según la Señorita Porota —nuestra maestra de primero inferior—, los angelitos sólo se dejaban ver por las niñas buenas, calladitas, limpias y muy pero muy trabajadoras.
Ella, la Señorita Porota, sí los veía (por algo era maestra). a todos los veía: cada angelito sentado al lado de la niña que le había tocado en suerte, más triste o más contento según el comportamiento de la susodicha niña.
—¡A ver, tú! —decía la Señorita Porota, empinada en sus tacones—. ¡Basta ya de morisquetas! ¿O no ves que el angelito llora?
Después de observaciones como ésa, la Señorita Porota acostumbraba hacernos cantar a coro:
"—¿A dónde va la niña coqueta?Chirunflín, chirunflán...—A recoger violetas.Chirunflín, chirunflán...—¡Ay, si te viera el ángel!Chirunflín, chirunflan..."
La máxima preocupación de la Señortia Porota —y juro que nos la transmitió— era que, entre juegos de manos o apretujones, algún angelito recibiera un mal golpe.
—¡Por eso las compañeras de banco deben mantenerse bien separadas! —decía. Y bajando la voz agregaba misteriosamente:
—Para no molestarlos a ELLOS...
Nunca lo puede corroborar fehacientemente, pero se comentaba que las niñas malas del grado —las que eran desprolijas, bocasucias y siempre se sentaban atrás porque ya no tenían remedio y mucho la cabeza no les daba— habían intentado varias veces acabar con sus respectivos angelitos, frotándose unas con otras para reventarlos y cortando el aire con sus tijeritas de labor. (¿Acaso ignoraban, las muy bobitas, que ELLOS son inmortales?)
La verdad es que los angelitos nos tenían con el Jesús en la boca. Especialmente durante los recreos, en los que había que cuidar que no se cayeran ni se tropezaran con los bebederos ni se perdieran por ahí (después de todo, eran unas especies de bebés).
Lo que ninguna de nosotras podía explicar con claridad era en qué consistía la protección que nos brindaban los angelitos. ¡Si hasta llegamos a sospechar que en realidad éramos nosotras las que los cuidábamos a ellos!
—Pueden charlar, caminar lentamente por el patio, jugar a rondas y otros juegos de niñas —nos decía la maestra—. ¡Así los angelitos estarán contentos!
Y entonces yo, que lo que quería de verdad en la vida era ser pirata, miraba con envidia a los varones de la Señorita Lucrecia, que en los recreos corrían, saltaban y se divertían como si nada.
—Señorita —me animé a preguntar un día—, los varones del otro grado ¿no tienen angelito o qué?
Como ella no me contestó, después de un rato volví a mi juego de niñas.
Bajo la complaciente mirada de maestras y, creo, de angelitos, seguimos cantando aquello de:
"Bicho colorado mató a su mujer,con un cuchillito de punta alfiler.Le sacó las tripas, las salió a vender:—¡A veinte, a veinte, las tripas de-mi-mu-jer!"

LOS SUEÑOS DEL SAPO JAVIER VILLAFAÑE

Una tarde un sapo dijo: —Esta noche voy a soñar que soy árbol. Y dando saltos, llegó a la puerta de su cueva.Era feliz; iba a ser árbol esa noche. Todavía andaba el sol girando en la rueda del molino. Estuvo un largo rato mirando el cielo. Después bajó a la cueva, cerró los ojos y se quedó dormido.Esa noche el sapo soñó que era árbol. A la mañana siguiente contó su sueño. Más de cien sapos lo escuchaban.—Anoche fui árbol —dijo—, un álamo. Estaba cerca de unos paraísos. Tenía nidos. Tenía raíces hondas y muchos brazos como alas, pero no podía volar. Era un tronco delgado y alto que subía. Creí que caminaba, pero era el otoño llevándome las hojas. Creí que lloraba, pero era la lluvia. Siempre estaba en el mismo sitio, subiendo, con las raíces sedientas y profundas. No me gustó ser árbol. El sapo se fue, llegó a la huerta y se quedó descansando debajo de una hoja de acelga. Esa tarde el sapo dijo:—Esta noche voy a soñar que soy río.Al día siguiente contó su sueño. Más de doscientos sapos formaron rueda para oírlo.—Fui río anoche —dijo—. A ambos lados, lejos, tenía las riberas. No podía escucharme. Iba llevando barcos. Los llevaba y los traía. Eran siempre los mismos pañuelos en el puerto. La misma prisa por partir, la misma prisa por llegar. Descubrí que los barcos llevan a los que se quedan. Descubrí también que el río es agua que está quieta, es la espuma que anda; y que el río está siempre callado, es un largo silencio que busca las orillas, la tierra, para descansar. Su música cabe en las manos de un niño; sube y baja por las espirales de un caracol. Fue una lástima. No vi una sola sirena; siempre vi peces, nada más que peces. No me gustó ser río.Y el sapo se fue. Volvió a la huerta y descansó entre cuatro palitos que señalaban los límites del perejil. Esa tarde el sapo dijo:—Esta noche voy a soñar que soy caballo. Y al día siguiente contó su sueño. Más de trescientos sapos lo escucharon. Algunos vinieron desde muy lejos para oírlo. —Fui caballo anoche —dijo—. Un hermoso caballo. Tenía riendas. Iba llevando un hombre que huía. Iba por un camino largo. Crucé un puente, un pantano; toda la pampa bajo el látigo. Oía latir el corazón del hombre que me castigaba. Bebí en un arroyo. Vi mis ojos de caballo en el agua. Me ataron a un poste. Después vi una estrella grande en el cielo; después el sol; después un pájaro se posó sobre mi lomo. No me gustó ser caballo. Otra noche soñó que era viento. Y al día siguiente dijo:—No me gustó ser viento. Soñó que era luciérnaga, y dijo al día siguiente: —No me gustó ser luciérnaga. Después soñó que era nube, y dijo: —No me gustó ser nube. Una mañana los sapos lo vieron muy feliz a la orilla del agua.—¿Por qué estás tan contento? —le preguntaron. Y el sapo respondió:—Anoche tuve un sueño maravilloso. Soñé que era sapo.

EL POETA Y LA POLILLA DEL SACO AZUL-FRANCO VACCARINI

Existió hace mucho un poeta en Bagdad. Su nombre era Mulaj Edén y ante personas desconocidas era muy tímido, tanto que se ponía colorado. Descubrió que podía evitar el ponerse colorado si hacía control mental. Solía caminar por la calle pensando “No me pongo colorado, no me pongo colorado, ni parado ni acostado, no me pongo, no me pongo, no me pongo colorado”.
Se concentraba tanto en el control mental, que no saludaba a nadie.
—Ahí va el petulante de Mulaj Edén, quién se creerá que es, siempre tan arrogante —comentaban las señoras al verlo pasar, ignorando que estaba haciendo fuerza para no ponerse colorado.
Era un poeta de gran vocación. Sus poemas no le gustaban a nadie, y eso hacía más firme su voluntad y más clara su vocación. Cuando recitaba poemas se olvidaba de todo: de que era vergonzoso y de que sus poemas no le gustaban a nadie y hasta de hacer control mental para no ponerse colorado, aunque también se olvidaba de ponerse colorado.
En general, la gente entiende que la poesía habla de las flores, del otoño y del amor, así que consideran buen poeta a cualquiera que diga:
“En el otoño,retoñosno crecen.En la primavera,las flores florecen.”
Otros poetas recitan cosas así:
“Bella es la arena al solcuando esconde una flor.Si me das un beso,yo te doy mi corazón.”
Y la gente aplaude y dice: —¡Qué fino! ¡Qué inspirado!
Y hasta algunas señoras opinan:
—Ay, qué buen novio para la nena un poeta así.
Pero Mulaj Edén escribía poesía diferente, escuchen:
“Harta, juega a cartas, bate la pancarta, corre y bate sus marcas.Llega a Pandemonium, la ciudad de los demonios.En su ausencia, a la florucanta se la comió el ratonitumsin decencia. Tomó Stramonium.Y se nubló, no hay solarium.Qué lunario, dijo el canariocuando se lo comió el tiranosaurio.”
Después de entonar versos con este contenido, mucha gente fruncía la nariz, los señores más nerviosos sufrían picos de presión y la mayoría del público se retiraba indignado de la sala. Cierta vez, hasta recibió un carterazo de la esposa del califa Heropás, que era más buena que la sopa de verduras.
Él insistió con declamar sus versos en público y anunciaba sus recitales con el título de:
La Poesía del Futuro
Pero no iba nadie. Mulaj Edén lo encontró muy lógico: “Van a venir en el futuro”, se consolaba, convencido.
Mulaj Edén no se rindió.
Organizó reuniones en su casa que llamó orgullosamente:
Las mil y una noches con Mulaj Edén
A la primera noche asistieron su mujer y unas amigas, que antes de terminar la función ya no eran más amigas.
Temerosa de perder a sus relaciones para siempre, la mujer le prohibió recitar las mil noches siguientes. Como Mulaj Edén protestó, ella fue más estricta todavía: le juró que no lo dejaría escribir mientras viviera.
—¡No soy tu mula, Mulaj! —le dijo la esposa a Mulaj.
Desde ese día, cada vez que Mulaj Edén ponía cara de poeta, la mujer cantaba operetas con voz aguda, rompía vidrios o le gritaba al oído:
—¡Leruleru teruteru! ¡Leruleru carpinteru! ¡Leruleruleruleruleruleru!
Mulaj Edén terminó escribiendo dentro de un armario, oculto en su propia casa, a altas horas de la noche, cuando su mujer y los ciudadanos de Bagdad dormían.
Alumbrado por una vela que se derretía apurada (quería apagarse pronto la vela y adivinen por qué: no le gustaban los versos de Mulaj) escribió poemas maravillosos a la polilla del saco azul, como el siguiente:
“Vepeopo upunapa linpindapa popolipillapalapa upunipicapa quepe dapa bopolipillapa.”
La traducción a nuestro idioma sería:
“Veo una linda polilla,la única que me da bolilla.”
Dicen que un día el poeta de Bagdad le pidió al hada de Bagdad que lo convirtiera en polilla macho. Cuando Mulaj Edén se hizo polilla, no se olvidó que de hombre fue poeta, así que continuó recitando grandes obras, todas dedicadas a la polilla del saco azul, que aceptó su propuesta de casarse.
Y vivieron con tal delicia, que se comieron hasta las camisas.

LA OFICINA ESTEBAN VALENTINO

Papá trabaja. Mamá también trabaja. Cuando yo salgo para la escuela ellos salen para un lugar que se llama oficina y que está lleno de ventanas y de máquinas. Esto lo sé porque un día fui a visitar a mamá a la oficina de ella y había un montón de máquinas y un montón de ventanas. A la oficina de mi papá no fui pero parece que no importa mucho porque me dijo mi papá que es igual a la de mi mamá. “Todas las oficinas son iguales”, me dijo cuando le pregunté.Yo vuelvo a casa del cole a las cinco de la tarde pero mi papá y mi mamá no. Están todavía en las oficinas ésas manejando las máquinas y mirando por las ventanas. Pero está Lucía que siempre me prepara la leche y juega conmigo hasta que llega mi papá. Entonces Lucía se va y mi papá y yo preparamos la comida hasta que llega mamá y comemos. Cuando tenía menos años quería que después jugáramos pero ahora que crecí ya sé que hay que irse a la cama porque mañana hay que levantarse temprano. O sea, ya sé que después de comer tengo que tener sueño.Pero se ve que todavía debo ser un poco chico porque a veces me quedo mirando el techo un rato largo pensando en lo lindo que sería que mañana las máquinas se rompieran todas juntas y que las ventanas no se pudieran abrir así cuando yo vuelvo del cole Lucía está en su casa y mi mamá y mi papá en la mía.

MENFIS DE PERFIL-LILIANA BODOC


Una historia con egipcios puede contarse de dos maneras: de frente y de perfil. Los resultados son parecidos, quizás muy parecidos. Pero nunca idénticos.
“Hace 4800 años, en Egipto…” es un comienzo posible. “Larguísimo tiempo atrás, a orillas de un barro prodigioso…” es el mismo comienzo, pero de perfil.
*
Lo cierto es que un cuento sobre antiguas personas de color rojizo que caminaban de costado y miraban hacia adelante debe contarse dos veces.
Hace 4800 años, en Egipto, vivió un niño de nombre Kamosis que creció, y entonces fue un egipcio de nombre Kamosis que, tiempo y tiempo después, murió de viejo.
Durante la vida de Kamosis ocurrieron en Egipto muchas cosas importantes. Para no olvidarlas, los egipcios las dibujaron en vasos de oro y en mazas de guerra. Y, de tan importantes, las dibujaron también adentro de las piedras.
Larguísimo tiempo atrás, Kamosis fue una nariz egipcia común y corriente que ni de lejos conoció al faraón, y que nunca fue momia. Tal vez por eso, a nadie se le ocurrió dibujar los asuntos de su simple vida ni en las arenas del desierto. Por eso, un egipcio de perfil solamente se puede soñar.
Kamosis, el niño, vivía con su familia en el poblado de Edfú, cerquita de un camino por el que transitaban los últimos pastores. Porque era el tiempo cuando el pueblo del Alto Egipto abandonaba los caminos para sembrar las tierras que orillaban el Nilo.
Esto es como decir que el padre de Kamosis, hombre de larguísimo tiempo atrás, había nacido en una caravana, había crecido conduciendo rebaños, y se había enamorado yendo de un lado a otro. En cambio Kamosis, la pequeña nariz, nació en un sembradío. Para ese entonces, su padre tenía el consuelo de los frutos; pero ya no cantaba como antes.
Hace 4800 años, en Egipto, significa que la vida de Kamosis transcurrió bajo el reinado del Escorpión, el gran monarca que unió los pueblos de río arriba y de río abajo. Y fundó la primera dinastía de un gran imperio.
Fue un imperio tan largo que alcanzó para cientos de reyes, y tan cuidadoso que pensó en todo. Tuvo hombres que cobraban impuestos, escribas ocupados en resguardar la memoria, y sacerdotes que entendían lo que murmuraban los dioses. También pensó en el tiempo que todo lo deshace y, obstinado en quedarse para siempre, construyó gigantes de piedra que aún respiran.
En cambio, larguísimo tiempo atrás y a orillas de un barro prodigioso, significa que Kamosis vivió cuando los pueblos de río abajo y de río arriba fueron obligados a obedecer a un rey que no conocían. Y dibujaron, por eso, con forma de escorpión.
Kamosis era un egipcio hijo de agricultor para el tiempo de la primera dinastía de un imperio, tan largo, que alcanzó para cientos de crueles: con insolentes para cobrar, con alcahuetes para escribir, y sacerdotes para tapar el sol.
El colosal imperio necesitaba una capital. Así floreció Menfis.
Los insolentes, los alcahuetes y los sacerdotes necesitaban casa y sitio donde guardar papiros. Así floreció Menfis.
Por ese entonces, el rey, obligado a defender los límites del imperio, envió sus ejércitos hacia el sur a combatir contra los hombres Nubios que amenazaban desde las cataratas. En aquellas batallas, vistas de frente, los egipcios salieron victoriosos.
Pero, viéndolo de perfil, el cuento dice otra cosa. Quizás parecida; pero no idéntica.
Dice el cuento que el escorpión nunca supo que entre sus soldados, hacia el sur y de perfil, iba el padre de Kamosis. Y nunca se enteró, no se le hubiera movido ni un sólo pelo, que el soldado padre de Kamosis no alcanzó a ser un egipcio victorioso sino, apenas, un hombre que no volvió para levantar la cosecha.
Entonces Kamosis, hijo del soldado que no pudo volver, tuvo que crecer muy rápido. Era su obligación sembrar las orillas del barro, dejar sobre la tierra un hijo que tuviera su misma nariz. Y partir a la guerra en nombre de un rey dibujado adentro de las piedras.
Hace 4800 años, en Egipto, está escrito para siempre.
Hace larguísimo tiempo, un tal Kamosis, solamente se puede soñar.

LEOPOLDO - EMA WOLF

Cuando el doctor Carlino hace las compras en el supermercado del barrio siempre lleva con él a su gato Leopoldo. No quiere dejarlo solo en casa porque es un gato joven y —según Carlino— bastante atolondrado. Así es que lo sienta en el carrito y juntos recorren las góndolas. Llaman la atención porque los dos van peinados con raya al medio.Leopoldo tiene la costumbre de manotear todo lo que le gusta.Cuando el doctor llega a la caja, se encuentra con el carro lleno de latas de sardinas, frascos de anchoas, menudos de pollo, queso untable, salchichones y copos de cereales para tomar con leche. Como le da vergüenza devolver todo eso, paga sin chistar y se van. Ya en la calle le arma una escena al gato y jura no llevarlo nunca más al supermercado.Pero siempre lo lleva.Hace dos o tres semanas Leopoldo dejó de manotear los frascos de anchoas y circula indiferente delante de las mortadelas. El doctor Carlino observa con inquietud la nueva conducta de su gato.¿Qué pasó ayer?Ayer Carlino sorprendió a Leopoldo hipnotizado delante de una góndola llena de latas de paté para gatos. ¡De nuevo!— Leopoldo —le dijo—, usted tiene comida fresca en casa, así que olvídese del paté que es muy caro.Siguió adelante hasta terminar con las compras y salió. Al cruzar la playa de estacionamiento descubrió con horror que Leopoldo había escabullido una de las latas de paté sin pasarla por la caja. El doctor Carlino sufrió un mareo de disgusto. Se imaginó descubierto por la vigilancia del supermercado tratando de explicar el comportamiento delictivo de su gato, que seguramente se iba a hacer el bobo como era su costumbre.Expulsado por cómplice, prohibida la entrada para siempre, avergonzado ante los vecinos, tendría que mudarse de barrio. Al pie de una columna, el gato contemplaba extasiado la lata. Para el doctor Carlino sólo había una manera de solucionar eso dignamente: volver, afrontar la situación, obligar al gato a devolver la lata.Cargó al gato, la lata, las bolsas y entró de nuevo en el supermercado. Nervioso, pidió hablar con el gerente. Le explicó al hombre lo sucedido: evidentemente, aprovechando un descuido suyo —¡qué torpe era!—, Leopoldo se había apoderado de la lata con intención de comerse lo de adentro apenas llegara a casa. Con ese gato no ganaba para rabietas. Además, era el mismo problema de siempre: tenía una barriga sin fondo para las golosinas, una gula insaciable, enfermiza. ¡Y él con su jubilación de médico! Por culpa de ese animal iba a terminar pidiendo limosna en la escalera de la iglesia.—Y ahora, Leopoldo, me le devuelve la lata al señor. O la paga. ¿Tiene tarjeta? ¿Trajo efectivo?El gerente escuchaba a Carlino y miraba al gato. El gato, aferrado a la lata. Por mucho que Carlino forcejeara no había forma de despegársela. De pronto Carlino observó que en la etiqueta estaba estampada la foto de una gatita blanca, persa, de ojos verdes.Oh, Dios. —¡Leopoldo!Ahora el doctor Carlino estaba totalmente desconcertado. Pero ¡Cómo! ¡Desde cuándo su gato...?—¡Leopoldo!El gerente bostezó.—¡Eh, don Carlino! Usted y yo, a la edad de su gato... ¿Se acuerda?Carlino trató de hacer memoria. No recordaba haberse enamorado de ninguna gata persa.—Don gerente, créame...—Pague en la caja y vaya nomás. No es la primera vez que pasa.El hombre desapareció entre las gaseosas.El doctor Carlino se arrimó a la caja cinco. La cajera cobró el paté, entregó el ticket, el vuelto y comentó:—Los gatos crecen, doctor Carlino.Un minuto después Carlino respiraba el aire puro de la vereda, siempre con las bolsas, el gato, la lata. Leopoldo, abrazado a la lata, se llevó por delante un macetero. Estaba algo emocionado el doctor. Miró a su gato. Suspiró. Nuevas preocupaciones le esperaban: aventuras nocturnas de Leopoldo, peleas en el tejado con otros gatos, los peligros de la calle; Leopoldo que desaparece cuatro días y vuelve a casa sucio, descosido, afónico; Leopoldo inapetente por amar. Y también: ¿Encontraría Leopoldo una gatita como ésa? ¿Se enamoraría ella de él? ¿Por qué no? Después de todo, era un lindo gato el suyo. Y grande.

BENDICION DE DRAGO-GUSTAVO ROLDÁN

Que las lluvias que te mojen sean suaves y cálidas. Que el viento llegue lleno del perfume de las flores.Que los ríos te sean propicios y corran para el lado que quieras navegar.Que las nubes cubran el sol cuando estés solo en el desierto. Que los desiertos se llenen de árboles cuando los quieras atravesar. O que encuentres esas plantas mágicas que guardan en su raíz el agua que hace falta.Que el frío y la nieve lleguen cuando estés en una cueva tibia.Qué nunca te falte el fuego.Que nunca, te falte el agua.Que nunca te falte el amor.Tal vez el fuego se pueda prender.Tal vez el agua pueda caer del cielo. Si te falta el amor no hay agua ni fuego que alcancen para seguir viviendo.

LAS VERDURAS DE MI BARRIO-ADELA BASCH


A la vuelta de mi casa
hay una verdulería
donde no sé cómo pasa
lo que veo todos los días.
Cuando llego me saludan
enseguida los tomates
y yo quedo casi muda
al ver que me ofrecen mate.
Después, son las zanahorias
que vienen a darme charla
y me cuentan sus historias
anaranjadas y largas.
Al rato es la espinaca
la que con risas se asoma
mientras las hojas de albahaca
se ponen a inventar bromas.
Pocos minutos después
hay varios morrones rojos
que hablan todos a la vez
bien delante de mis ojos.
Berenjenas, rabanitos,
lechugas y coliflores,
repollos y zapallitos,
conversan de sus amores.
Y aunque esto sucede a diario
siempre es grande mi sorpresa,
las verduras de mi barrio
son realmente traviesas.

LA HISTORIA DE UN NABO-ELSA BONERMANN

Había una vez un viejo que plantó un nabo chiquitito y le dijo:—Crece, crece, nabito, ¡crece dulce! Crece, crece, nabito, ¡crece fuerte!Y el nabo creció dulce y fuerte y grande. ¡Enorme!Un día, el viejo fue a arrancarlo. Tiró y tiró, pero no pudo arrancarlo.Entonces llamó a la vieja.La vieja tiró de la cintura del viejo. El viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. De modo que la vieja llamó a la nieta.La nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces la vieja llamó al perro negro.El perro negro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces el perro negro llamó al gato blanco.El gato blanco tiró del perro negro, el perro negro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. Entonces el gato blanco llamó al ratoncito.El ratoncito tiró del gato blanco, el gato blanco tiró del perro negro, el perro negro tiró de la nieta, la nieta tiró de la vieja, la vieja tiró del viejo, el viejo tiró del nabo. Y tiraron y tiraron, con todas sus fuerzas, hasta que por fin ¡arrancaron el nabo! Pero... púmbate. El viejo cayó sobre la falda de su esposa, y la vieja cayó sobre la falda de la nieta, y la nieta sobre el perro, y el perro sobre el gato y el gato sobre el ratón. Y sobre todos ellos... ¡cayó el nabo!Pero no se asusten, ninguno se lastimó.¡Y qué maravilla era aquel nabo! Más tarde, hicieron con él una rica sopa. Y hubo suficiente para el viejo, para la vieja, para la nieta, para el perro, para el gato y para el ratoncito... ¡y aún sobró un poquito de sopa para la persona que les acaba de contar este cuento!

LA NARANJA-LAURA DEVETACH

El viejito corre
tras una naranja
que rueda la calle.
La corre
se escapa.
La corre
la alcanza.
La corre
la caza.
La pela
la come.
Guarda tres gajitos
y la perfumada
cinta de la cáscara.
No hay publicaciones.
No hay publicaciones.